"Uruguay y la centralidad de la política, Lissidini - Sitemas Políticos Latinoamericanos Comparados
- cecsprensa
- 22 nov 2014
- 16 Min. de lectura
¿Por qué la política sigue siendo central en el Uruguay? La política en Uruguay sigue despertando interés y los partidos políticos constituyen todavía mecanismos de expresión y representación, al tiempo que cumplen con las funciones de gobernar.
Se formulan dos hipótesis de trabajo para abordar esta pregunta. En primer lugar, es en la configuración partidaria original y su relación con el Estado, donde se encuentra una de las claves para comprender esta centralidad de la política. La conformación en Uruguay de una versión –limitada y modesta- de lo que llamamos “la fórmula de Offe” es lo que explica la centralidad original de la política: una expansión del Estado de Bienestar vinculada estrechamente al triunfo de la democracia representativa.
Hasta la década del setenta, los partidos colorado y Nacional fueron los protagonistas de la historia política del Uruguay: a partir de la redemocratización fue que el Frente Amplio quien pasó a ocupar el centro de la escena. Aunque no logró –al menos hasta 1999- alcanzar la presidencia, su presencia electoral y política modificó sustancialmente las dinámicas partidarias, las decisiones “de política”, la relación entre partidos y organizaciones sociales y, en general, el sentido de la política. La segunda hipótesis de trabajo, entonces, postula que la presencia del Frente Amplio y su defensa del Estado es lo que explica, en gran medida, la persistencia de la centralidad de la política, al darle sentido a la política.
FUNDACIÓN PARTIDARIA DEL URUGUAY, CENTRALIDD ESTATAL Y RELEVANCIA DEL DISEÑO INSTITUCIONAL
Los partidos políticos “tradicionales”, Partido Colorado y Partido Nacional (o Blanco), surgidos de los bandos que lucharon durante el ciclo independentista (cuyos nombres provienen de los colores de las cintillas que identificaron a cada grupo en las guerras civiles), fueron los que ordenaron y estructuraron la sociedad uruguaya. Como ya ha sido señalado por varios analistas, los partidos uruguayos son anteriores a la conformación del Estado y también a la Nación.
En otras palabras, el bipartidismo caracterizó políticamente al Uruguay desde antes del funcionamiento regular del sistema electoral, e incluso, puede decirse que coincide con el surgimiento de nacionalidad. La sociedad uruguaya se estructuró en torno a estas identidades que fueron simultáneamente políticas y sociales. Esta característica –el fuerte bipartidismo histórico- y el multiclasismo que definió a los partidos, fueron rasgos que compartieron con el sistema de partidos colombiano. Asimismo, el debilitamiento temprano de la oligarquía en Uruguay –al igual que en México luego de la Revolución- contribuyó a consolidar la estabilidad político-institucional que caracterizó al Uruguay diferenciándolo de los casos de Argentina, Brasil, Chile y Colombia, en los cuales la oligarquía mantuvo su poder político hasta bien entrado el siglo XX.
¿Cuáles fueron las divisiones sociales que llevaron a la conformación de los partidos políticos uruguayos? Cuatro líneas de división críticas en las sociedades habrían dado origen a los partidos (al menos en los países de Europa Occidental). Por un lado, aquellas divisiones que son producto de la formación de la nacionalidad: 1) el conflicto entre la cultura central que construye la Nación y la resistencia creciente de las comunidades sometidas de las provincias y las periferias; y 2) el conflicto entre el Estado-nación centralizante, regularizador y movilizador y los privilegios corporativos, históricamente establecidos de la Iglesia. Por otro lado, identifica las divisiones que resultaron de la revolución industrial: 3) el conflicto entre los intereses terratenientes y la clase emergente de empresarios industriales y 4) el conflicto entre propietarios y patronos, por un lado, y arrendatarios, jornaleros y obreros, por el otro.
Respecto de la religión, si bien históricamente los colorados se asociaron a un mayor anticlericanismo –y de hecho batllistas gestionaron exitosamente la separación de la Iglesia del Estado-, la división religiosa no se tradujo en una variable explicativa relevante. Por cierto, la escasa incidencia de la Iglesia sobre la política explica la debilidad relativa de las posiciones partidarias más conservadoras en estos primeros años de construcción de la Nación.
El Partido Nacional asumió más claramente que su adversario la defensa de “lo rural” mientras que los colorados hicieron lo propio con “lo urbano”. En cuanto a la relación asalariados y obreros, el proceso de democratización incorporó tempranamente a los trabajadores como ciudadanos políticos y tuvo capacidad “anticipatoria”: se aprobaron leyes que defendían los derechos de los trabajadores antes de que se generaran las demandas, desactivando de eta manera las movilizaciones.
Pensar en la participación política desde las teorías simbólicas es importante. Un primer aspecto que explica la participación política es el de la solidaridad: “las solidaridades sociales existen desde antes de la opción política, son expresiones de la estructura social y el voto político es un suplemento simbólico que puede reforzar la solidaridad existente”. Otro aspecto es el de la ritualidad: “el rito es signo de persistencia y de acuerdo duradero y colectivo, o sea seguro de identidad consigno misma de una colectividad en el tiempo. La repetición de las fórmulas, de los términos, atribuye a esos términos significados propios del lenguaje político de esa colectividad, en tanto distinto de otros lenguajes especiales.
Los partidos políticos uruguayos podrían ser considerados como identidades políticas fuertes construidas desde “áreas de igualdad” y “áreas de solidaridad”, que la ritualidad y la teatralidad reforzaron y que el conflicto político renovó constantemente. La competencia política apareció entonces como un conflicto entre identidades no reductibles al plano ideológico convencional.
La institucionalización y la democratización política fueron procesos simultáneos, productos de la acción de los dos partidos políticos, en particular durante el gobierno de José Batlle y Ordóñez (Partido Colorado) quien ejerció gran influencia entre 1904 y 1929. El salgo de este período fue una ampliación y consolidación de la democracia política junto con una política de bienestar que impidió grandes marginaciones socioculturales o políticas.
Durante el período batllista, se consolidó y se amplió la democracia. Bajo la figura de José Batlle y Ordoñez se articularon liberalismo y centralidad estatal en un discurso y una acción de reforma social. Los partidos políticos, artífices de esta democracia, operaron en un sistema pluralista y tuvieron un alto grado de existencia organizacional, implantación social y continuidad histórica. Fue la dinámica interpartidaria lo que propició una democratización del régimen. Es decir, los partidos uruguayos, a diferencia de los partidos argentinos, configuraron un patrón de competencia política que contribuyó a democratizar el régimen.
En cuanto a la relación entre los liderazgos y los partidos, si bien los líderes de los partidos y de sus múltiples sectores fueron centrales en la dinámica partidaria, no surgieron figuras políticas que pusieran en jaque al bipartidismo ni que llevaran a la confirmación de partidos “caudillistas”. La figura de José Batlle y Ordóñez, por ejemplo, fue fundamental, pero su poder surgió y creció dentro del Partido Colorado y no fuera de él. Como contrapartida, el partido no dependió totalmente de Batlle como un caudillo-jefe de Estado para realizar las transformaciones sociales y políticas.
La incorporación simultánea de los sectores populares a la ciudadanía civil y política permitió la ampliación de la democracia sin sobresaltos ni desbordes institucionales. Las elecciones fueron el mecanismo de legitimación y de expresión política. Fue así, sobre todo en la canalización de las diferencias, que pasaron a manifestarse en la competencia política lega, sustituyendo a las guerras civiles, entre partidos que pronto se convirtieron en partidos de masas. Libertad, legalidad y laicidad se constituyeron en los puntos nodales de los proyectos políticos que se institucionalizaron.
Los partidos tradicionales intentaron crear, lógicamente, una legislación electoral que les fuera favorable. La adopción en 1910 del doble voto simultáneo frente a la creciente fragmentación interna en ambos partidos políticos, la representación proporcional en 1918 –demanda de los blancos para asegurarse algunas bancas ante la mayoría colorada- y el voto secreto en contra del fraude electoral, entre otras características de la legislación, respondieron a las necesidades coyunturales de los partidos.
La sociedad uruguaya se caracterizó, entonces, por sus arraigadas identidades políticas blanca/colorada (con una ausencia notable de connotaciones de tipo “nacionalistas”). Pero fue una identidad que no negó al “otro” –en una lógica del tipo enemigo/amigo- sino que se fundó en una lógica de adversarios políticos que se necesitaban mutuamente para gobernar. Esta es una de las diferencias importantes del batllismo con respecto al peronismo argentino. La adhesión al peronismo era definida, en primer lugar, en oposición a las clases dominantes. El peronismo dio un principio de identidad a la entidad “pueblo” bajo la subordinación en la encarnación del líder.
La modernización se construyó sobre la centralidad de las instituciones políticas como garantes y medios de resolución de los conflictos entre los partidos y sus fracciones. Legalidad y libertad electoral fueron los puntos nodales del consenso entre todas las fuerzas políticas.
El sistema político se articuló en torno a las elecciones y por ello, el sistema electoral adquirió un papel central. Los partidos “tradicionales” tuvieron la capacidad de constituirse en mecanismo de expresión y representación social, pero fueron también capaces de ofrecer un gobierno eficaz. Estas dos funciones básicas se dieron conjuntamente con un Estado de Bienestar. En el caso uruguayo se configuró una versión –si bien modesta y limitada- de lo que podríamos denominar “la fórmula de Claus Offe”: una expansión del Estado de Bienestar vinculado estrechamente al triunfo de la democracia representativa.
Uruguay es, en parte, asimilable a la caracterización que hace Offe de los países europeos, cuando señala que el énfasis estaba en la satisfacción de demandas (y no en la configuración y canalización de demandas) y en la aplicación de una política de corte coyuntural y no estructural. Es particularmente clara esta lógica en el proyecto batllista original que procuró neutralizar y amortiguar las demandas inhibiendo, fragmentando y subordinando políticamente desde el Estado a los intereses corporativos. Los problemas que provocó esta racionalidad política surgieron de un modo democrático de representación sobrecargado y sobrepolitizado, con consecuencias negativas sobre la eficiencia y eficacia política, aunque con consecuencias positivas sobre la distribución del ingreso y la ampliación de las políticas sociales. Uruguay no solo escapó al fuerte clientelismo de los partidos políticos; por el contrario, constituyó un eje central de la acción política.
En el Uruguay se configuró una “matriz estado-céntrica” : hace alusión a un orden en el cual el Estado ocupó un lugar protagónico y se convirtió en el eje de todo tipo de relaciones, subordinando al régimen político y al mercado. La nota diferente del caso uruguayo es que dicha configuración no se dio a costa de los partidos políticos sino que por el contrario fueron ellos sus artífices: tampoco se produjo por la vía de sacrificar un sindicalismo autónomo.
Más allá de la centralidad de los partidos y la estabilidad política, Uruguay también vivió quiebras institucionales, aunque los regímenes autoritarios que se instauraron buscaron inmediatamente el respaldo popular y hubo un relativo respeto a los derechos humanos.
CRISIS DE LOS PARTIDOS, GOLPE DE ESTADO Y BÚSQUEDA DE LEGITIMIDAD MILITAR (1950-1982)
A partir de la década de 1970, América Latina comenzó a vivir una profunda crisis sociopolítica y económica, las dictaduras del Cono Sur pueden ser leídas como un resultado de la desorganización sociopolítica que la crisis de la “matriz estado-céntrica” estaba generando.
En lo que respecta a Uruguay, desde la década del cincuenta comenzó a acentuarse una recesión económica que rápidamente se transformó en una crisis profunda. La crisis económica y el agotamiento del modelo batllista estimularon los virajes ideológicos de los partidos políticos hacia modelos de corte más neoliberal, menos estatistas y más autoritarios.
En el marco de la crisis económica, los partidos políticos no tuvieron la capacidad de satisfacer las crecientes demandas de los diversos sectores sociales, las que entraron cada vez más en conflicto con los requerimientos sistémicos. Las restricciones económicas afectaron sensiblemente la facultad de respuesta de los partidos políticos, que dada la estrecha vinculación con el Estado habían adoptado una relación clientelística con los ciudadanos y una racionalidad fuertemente politizada (y escasamente técnica) respecto a las decisiones de política.
La deslegitimación creciente de los partidos tradicionales contibuyó al surgimiento de nuevos actores políticos y a la aparición de discursos contrarios a los partidos políticos, tanto desde la derecha como desde la izquierda. Los gobiernos elegidos en 1966 (cuyo presidente fue desde 1967 Jorge Pacheco) y especialmente en 1971 (cuyo presidente fue Juan María Bordaberry), fomentaron la intervención de las Fuerzas Armadas y la deslegitimación del Poder Legislativo.
A partir de la década del sesenta se presentaron discursos y prácticos rupturistas que cuestionaron la legitimidad y la representatividad de los partidos políticos “tradicionales” y especialmente la capacidad de dar respuestas a las demandas crecientes. Al entrar en el imaginario social en crisis, se intensificó la producción de imaginarios sociales competidores que fueron presentados por nuevos actores sociales y políticos tanto de izquierda –el Frente Amplio, la guerrilla, el sindicalismo y el movimiento estudiantil- como de derecha (entre ellos el “ruralismo”). En ambos casos estuvo además presente la retórica intransigente y sus tesis reaccionarias que alimentaron la crisis que hizo eclosión con el golpe de Estado.
La presencia política y electoral del Frente Amplio fue un síntoma de la creciente deslegitimación de los partidos Colorado y Nacional. Se confirmó en 1971 por grupos escindidos de los partidos “tradicionales”, sectores marxistas, democristianos y de izquierda, cuyo principal objetivo fue “la acción política permanente y no la contienda electoral”. Este grupo político, se presentó en las elecciones de noviembre de 1971 bajo la candidatura del Gral. Líber Seregni y obtuvo el 18,3% de los votos en todo el país y el 30% en Montevideo. La fundación de la coalición frenteamplista y su presencia electoral y política fue el principio del fin del bipartidismo en el Uruguay.
Respecto del movimiento guerrillero, este surgió en 1965 inspirado en la Revolución Cubana y en los movimientos guerrilleros de América Latina. El movimiento guerrillero tupamaro logró el apoyo y la simpatía de muchos jóvenes y de algunos sectores de izquierda al denunciar la corrupción y la incapacidad de los partidos para dar respuestas a la crisis. Sin embargo, su forma de lucha fue rechazada por la mayoría de la población y, en 1972, la organización fue desmantelada y sus dirigentes muertos o encarcelados. El discurso y las acciones de este grupo político contribuyeron decididamente a alimentar el clima de intransigencia y de violencia.
El movimiento sindical se consolidó entre 1955 y 1964, adquiriendo un fuerte protagonismo en la sociedad y con una clara hegemonía de los sectores de izquierda. La politización del movimiento obrero fue creciendo frente a la incapacidad de respuesta de parte de los partidos políticos.
Durante el gobierno de Pacheco Areco, la escalada de represión contra lar organizaciones sociales y políticas identificadas con la izquierda fue en aumento. A partir de 1971, con el gobierno de Juan María Bordaberry, la presencia de las Fuerzas Armadas se hizo más visible en la Lucha contra la guerrilla y la represión de las movilizaciones populares. Los aspectos dominantes de la situación política fueron sintéticamente: el extremismo ideológico (tanto de izquierda como de derecha); la inestabilidad económica; los conflictos laborales; la violencia en ascenso y la expansión de la función militar. El agonismo se transformó en un antagonismo, poniendo en riesgo la democracia. En definitiva, al igual que en el resto de los países del Cono Sur, en Uruguay se acentuaron los peligros de las decadencia de los partidos que favorecerían la participación política de las Fuerzas Armadas según Huntington: la declinación del vigor partidista, la fragmentación de los liderazgos, la pérdida de apoyo popular, el descaecimiento de la estructura organizativa, el aumento del personalismo, el desplazamiento de los dirigentes políticos hacia la burocracia.
Al mismo tiempo, Uruguay arrastraba algunos conflictos que contribuyeron a la crisis. En el caso uruguayo, la crisis política y económica estalló en el marco de una fuerte “partidización” de los ciudadanos, puesto que fueron los partidos los que definieron las principales áreas del conflicto político.
La supervivencia partidaria y la ansiada legitimidad militar
Las Fuerzas Armadas explícitamente denigraron la propuesta de Bordaberry de eliminar a los partidos tradicionales y aceptaron el memorándum del entonces ministro de economía Vegh Villegas, el cual discrepó con respecto a este punto, pues según el ministro, había que mantener los partidos. Asimismo, mantuvieron a civiles en el gobierno, tanto en la presidencia como en los ministerios y las decisiones fueron tomadas en “cónclaves cívico-militares”. El objetivo militar era reformar y controlar a los partidos políticos tradicionales y modificar algunos elementos del sistema de partidos.
En momento en que el Uruguay obtenía un triste récord de mayor cantidad de presos políticos per cápita en América Latina, los militares intentaban justificar la represión. Además, formalizaron sus intervenciones mediante Actos Institucionales, que constituyeron la expresión jurídica de las intenciones militares y el cronograma fijado por las Fuerzas Armadas.
Aunque existieron diferencias entre los militares sobre el futuro de los partidos tradicionales, la mayoría apoyaba una reforma constitucional que permitiera la reincorporación de los partidos Colorado y Nacional bajo un esquema de control por parte de las FFAA. Los militares habían anunciado la intención de un retorno a la democracia y sabían que la misma era imposible sin la participación de al menos, algunos sectores políticos tradicionales.
Hacia el plebiscito autoritario
De acuerdo con el Plan Político Básico elaborado por los militares con el cónclave de Santa Teresa en agosto de 1977, se proponían iniciar una apertura que incluía la aprobación de una reforma constitucional cuyas bases eran los Actos Institucionales del proceso. Las FFAA se disponían, en definitiva, a abrir una nueva etapa que institucionalizara un gobierno autoritario con rostro democrático
La propuesta institucionalizaba la asunción por parte de las FFAA de todas las competencias referidas a la seguridad nacional y reforzaba el Poder Ejecutivo en perjuicio del Legislativo. Respecto de los partidos políticos, limitaba su funcionamiento y formación, disponía la eliminación del doble voto simultáneo y establecía la candidatura única por partido.
Sin embargo, lo medular del plebiscito propuesto era la búsqueda de legitimación del rol que los militares habían asumido de hecho y el voto afirmativo significaba su institucionalizar y aceptación. Al igual que otros gobiernos autoritarios o claramente dictatoriales, el plebiscito fue utilizado como un mecanismo de legitimación popular.
Esta convocatoria se originó en una confianza desmesurada en el poder del convencimiento y en la apelación al miedo. La coyuntura económica favorable y la caída de la desocupación contribuyó a generar seguridad en las cúpulas militares en la conquista de la ciudadanía. A ello se sumó la necesidad de contrarrestar el progresivo deterioro de la imagen del Uruguay en el exterior. Los militares uruguayos no lograron un respaldo ciudadano mayoritario.
A partir de 1976 los partidos políticos tuvieron un cambio posicional. Frente a los propósitos militares de control y restricción del margen de maniobra de los partidos tradicionales, diversos sectores y líderes políticos comenzaron a proclamar su oposición. Sin embargo, dado el contexto de fuerte censura, el factor decisivo en la respuesta ciudadana puede encontrase en la presencia de una cultura política basada en la negociación y convivencia pacífica. Los uruguayos votaron contra la represión y la persecución, contra un estilo de imposición ajeno a las tradicionales y a favor de la redemocratización.
Las consecuencias más inmediatas fueron la deslegitimación de los militares y la conformación de un frente común opositor al régimen, la provocación de la crisis del régimen militar y la apertura del camino hacia una transición hacia la democratización. Este proceso llevaría cuatro largos años, porque, a pesar de la derrota en las urnas, los militares continuaron teniendo el poder. En 1982, comenzaron las discusiones sobre el estatuto de los partidos entre la COMASPO (Comisión de Asuntos Políticos de las FFAA), el Partidos Colorado y sectores del Partido Nacional. El acuerdo entre partes incluyó la convocatoria a elecciones internas el 28 de noviembre de 1982 de los partidos Colorado, Nacional y Unión Cívica.
Sin embargo, más allá de estos objetivos, es posible interpretar esta elección popular como un plebiscito convocado por los militares con las siguientes finalidades:
Fortalecer el bipartidismo y perjudicar a la izquierda, con el voto popular se intentaba deslegitimizar las opciones de izquierda.
En cuanto a los partidos políticos tradicionales, se esperaba el triunfo de los grupos no opositores al régimen militar. Es decir, se apostaba a que los sectores batllistas del Partido Colorado y los sectores Por la Patria-Movimiento de Rocha del Partido Nacional, fueran derrotados en las elecciones internas.
Por último, esta apelación ciudadano puede ser interpretada como un recurso impuesto por los militares a los partidos políticos con la intención de restarles márgenes de maniobra. Ante los sucesivos fracasos, ensayaron el último intento: modificar el equilibrio interno de los partidos a través de una elección interna (con múltiples proscripciones: de partidos y de líderes). Si el resultado correspondía a las expectativas de las FFAA, los sectores más “autoritarios” de cada partido tendrían mayor poder y serían quieren gobernarían a partir de noviembre de 1984.
Frente a las opciones impuestas, la izquierda propuso dos estrategias posibles a sus militantes. La primera fue votar en blanco, como manera de “marcar los votos” y obligar a que su existencia real fuera reconocida. Esta posición fue promovida desde la cárcel por el líder histórico del Frente Amplio, Seregni. La segunda fue la de optar por aquellas candidaturas que dentro de los partidos tradicionales representaran las posiciones más cercanas a la izquierda. De esta forma, el voto de los frenteamplistas se transformaba en un voto “útil” a dar el apoyo a los sectores más opositores. Ésta fue la postura del Partido Comunista quien decidió sufragar por las listas del Partido nacional lideradas por Wilson Ferreira. Las elecciones de 1982 significaron el retorno legal al bipartidismo y el respaldo ciudadano a los sectores más opositores a la dictadura militar.
TRANSICIÓN Y DEMOCRATIZACIÓN: LA CENTRALIDAD DEL FRENTE AMPLIO (1982-2001)
Después de intentar destruir la organización partidaria mediante la ilegalización, la rpresión y la cárcel, las FFAA, paradójicamente, tuvieron que reconocerlos como interlocutores legítimos. Al negarse el Partido Nacional a participar de un acuerdo que incluyera continuar la proscripción de su líder político, Wilson Ferreira, la presencia del FA se hizo imprescindible.
Un conjunto de factores llevó a que, el 23 de agosto de 1984, se firmara el Pacto del Club Naval, entre ellos: la necesidad de las FFAA, del Partido Colorado y de la Unión Cívica de contar con el apoyo del FA, la moderación del discurso intransigente de un sector importante de la dirigencia frenteamplista; las movilizaciones sociales contra la dictadura; el apoyo mayoritario de la ciudadanía a una salida negociada y pacífica del gobierno dictatorial. El Pacto fue un acuerdo entre partidos (con excepción del Partido Nacional) y los militares, que permitió una salida “ordenada”.
Este proceso de aceptación fue simultáneo con el cambio de la coalición de izquierda: los líderes frenteamplistas y gran parte de sus militantes revalorizaron la democracia como régimen de gobierno y abandonaron mayoritariamente los comportamientos antisistema. A partie de este momento el FA fue adquiriendo las características de un partido político más en el espectro partidario uruguayo con capacidad de generar consensos. El segundo gran paso fue en 1989 cuando Tabaré Vázquez accede al gobierno de la capital. Esta victoria electoral significó el reconocimiento del FA como partido de gobierno.
Como el resto de los partidos, el FA es policlasista (recogie adhesiones de odos los sectores sociales) y de la misma manera que el PC construyó su identidad po oposición al PN, el FA surgió por antítesis a los blancos y colorados.
Las discusiones ideológicas, las rupturas (el alejamiento de sectores políticos moderados como el partido Demócrata Cristiano y el Partido por el Gobierno del Pueblo) y las incorporaciones (el más relevante de ellos, el MLN-Tupamaros), continuaron dentro de la coalición de izquierda.
Sin embargo, el nuevo siglo encontró a una izquierda muy diferente a la de 1971: un partido de masas que apoyó a ser un gobierno y a gobernar democráticamente. La evaluación positiva del gobierno del FA en la capital del país refuerza dicha percepción.
Las contradicciones e inconsistencias ideológicas de algunos de los decursos y prácticas políticas de este partido se dan simultáneamente con tres fenómenos que son centrales para entender la dinámica política uruguaya y los cambios del FA a) el liderazgo de Tabaré Vazquez; b) la práctica de la democracia directa; y c) el crecimiento electoral de la coalición.
Tabaré Vázquez, electo en 11989 como Intendente de Montevideo, fue candidato a la presidencia en las elecciones de 1994 y de 1998, y es el actual presidente del FA. Su gestión al frente del gobierno se caracterizó por la búsqueda de la eficiencia. En ese sentido, ejerció un gobierno de tipo “presidencial”, ignorando y oponiéndose muchas veces a las posiciones del sindicato representante de los trabajadores municipales y a la opinión discrepando tanto de los grupos de izquierda radical, así como de los partidos tradicionales
FRENTE AMPLIO, POLÍTICA Y ELECCIONES
La constitución político-partidaria del Estado uruguayo ha sido central. El Estado no sólo ocupa un rol protagonista en la economía, sino también en la cultura política. Es por ello que la mayoría de los ciudadanos sigue sosteniendo que debe ser el Estado quien suministre la educación y la salud y quien resuelva problemas como el desempleo. Esto quiere decir que persiste una cultura estatalista. Por otro lado, el FA, al igual que el resto de los partidos, no surgió de eta cultura “estatalista”. Desde la redemocratización, fue el partido que asumió más claramente la defensa del Estado en contra de la privatización de las empresas públicas. Ello lo benefició electoral y políticamente al encarar dicha “fidelidad” estatal como su principal bandera.
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